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05/06/2014

Cómo se condena al cómplice de un delito sin castigar al autor

En determinados supuestos, la doctrina del Tribunal Supremo ha permitido que se condene a quienes participan en un hecho delictivo como colaboradores, pero dejando impune al principal responsable.

Puede condenarse al partícipe de un delito y que el autor principal salga absuelto o ni siquiera sea enjuiciado? A juzgar por la doctrina del Tribunal Supremo, sí. Al menos así se ha puesto de manifiesto en casos puntuales en los que se ha acabado condenando a quienes han intervenido como inductores, cooperadores necesarios o cómplices en un delito, sin que se castigue al principal responsable del mismo.

Según explica el abogado y profesor de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, Alberto Vidal, en un artículo doctrinal que ha sido merecedor del Premio La Ley en su XXVIII edición, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo no ve obstáculo insalvable para castigar a los partícipes a pesar de no existir procedimiento penal seguido contra el autor principal.

Esta circunstancia se ha dado en casos sensibles para la opinión pública que suelen estar relacionados con el expolio de caudales públicos o el desvío de ayudas.

Un ejemplo es lo que ocurrió con lo que se conoció como el caso de las peonadas falsas de Andalucía, donde sólo se castigó como cooperador necesario al empresario que posibilitó –mediante la certificación falsa de peonadas trabajadas– que un gran número de sujetos percibiesen fraudulentamente los subsidios del PER. Estos últimos, que eran los verdaderos autores de las defraudaciones, ni siquiera fueron enjuiciados penalmente.

SubvencionesOtro ejemplo puede ser el del denominado caso Treball, donde se absolvió al consejero de Trabajo de la Generalidat de Cataluña por haber dictado resoluciones “objetivamente injustas”.

En ellas, otorgaba subvenciones fraudulentas a empresas vinculadas a un tercero, que se había puesto de acuerdo con la mano derecha del consejero para engañar a este último. Pese a que el consejero salió absuelto por considerar que ignoraba que estaba dictando una resolución “a sabiendas de su injusticia”, sí se condenó a los otros dos implicados como inductores.

En estos casos, el castigo de esos partícipes parece una solución racional, lógica y justa, pero el autor del artículo premiado denuncia que en ninguno de esos supuestos existió base legal para condenarlos, y que tal castigo sólo fue posible porque el Tribunal Supremo forzó, hasta desvirtuarlos, determinados principios y figuras jurídico-penales tradicionalmente asentados en su propia jurisprudencia.

La tesis del autor cuestiona que el fin de condenar a quienes participan en un hecho de este tipo justifique los medios. Aunque con ello se acabe con lo que parecen ser indeseables impunidades cometidas por los cómplices, el precio que se paga en inseguridad jurídica por condenarlos sin que se haga lo mismo con el autor principal es demasiado elevado. Además, considera que el Tribunal Supremo emplea una argumentación jurídica cuestionable para fundamentar el castigo de los partícipes en dichos casos.

El ejemplo más representativo al respecto es el del mencionado caso Treball, donde, en opinión de Vidal, el Tribunal Supremo se aparta radicalmente de su asentada consideración del dolo del delito de prevaricación como “conocer y querer dictar una resolución a sabiendas de su injusticia”, para acabar entendiéndolo para ese caso concreto como un mero “conocer y querer dictar una resolución”, a secas.

De esta forma, el Alto Tribunal pudo acabar afirmando que el hecho del consejero de Trabajo fue doloso, a pesar de que éste actuó –y eso fue un hecho declarado probado– sin conocer la injusticia de esas resoluciones. Según explica Vidal, si el Supremo hubiera seguido la que ha sido y es su pacífica doctrina al respecto (el dolo del delito de prevaricación no es sólo saber y conocer que se dicta una resolución, sino también que lo es a sabiendas de su injusticia), jamás hubiera podido reputar como dolosa la actuación del mentado consejero, y tampoco hubiera resultado posible castigar a los partícipes.

En definitiva, cuestiona que el Supremo fuerce hasta su desvirtuación sus propios postulados tradicional y pacíficamente asentados, para cubrir una laguna de impunidad que no le toca colmar a él, sino al legislador. Según señala, “la seguridad jurídica –como garantía de todo ciudadano a saber y conocer qué espera de él el ordenamiento jurídico y de qué forma– está por encima del mal entendido y tan inseguro como cambiante principio de justicia material: sencillamente, el fin no justifica los medios”.

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